La Glorieta de Insurgentes es uno de los espacios más coloridos de la ciudad. Se pueden encontrar allí un mundo de realidades diversas; darketos oscuros y serios, magníficos besos gays siempre sorprendentes; parejas en todos los momentos de su relación; seres solitarios con pantalones amarillos; vendedores informales, o como diría el presidente Fox, siempre tan elegante en su cinismo, micro-emprendedores. Los chicos con sus patinetas, hacen que cruzarla sea una aventura peligrosa, una prueba del estado de los reflejos del caminante.
Escuché que la llaman emolandia, por los "emos", una de las tribus urbanas que la habitan. Pero al recorrerla, al ser parte de la Glorieta, me doy cuenta claramente que no es posible ser frío, indiferente o ajeno. De alguna manera todos tomamos parte, todos somos escenografía o actores, miramos a los otros desafiantes o juzgando, aceptando o temiendo. Sólo con entrar por cualquiera de las anchas puertas que la unen y separan de la ciudad, que queda vulgar y chata a su alrededor, se entra a un mundo fantástico, de acción siempre permanente y siempre cambiante. Un mundo que exige plena atención, o total compromiso, entrega o prudencia, pero nunca indiferencia.
Además de las entradas al metro y al metrobús podemos, por la variedad de las oferta que presenta, pasar el día en ella sin darnos cuenta que estamos en una especie de gueto funcional salvo por la ausencia de baños públicos. Hay siete locales dedicados al Internet, renta de equipos, copias, impresiones y mucho más del submundo de las relaciones en el ciberespacio. Tres librerías, para todos los gustos; comidas claro, sería impensable de otro modo; aguas frescas y nieves; farmacia, el doctor Simi, que es un producto típicamente mexicano, y su oferta de atención médica y medicamentos al alcance de todos; hasta peluches y pizza y café, que puede decirse comida, pero diferente.
Eso en lo formal, en los negocios que están instalados en su perímetro interior. Sin olvidar, la cultura, el espacio para la palabra, la música, el color, el teatro…la casa Xavier Villaurrutia que nos recibe, de alguna manera nos convierte en observadores, aunque sin dejar de ser parte.
Algo más que se puede ver de cerca en la glorieta, es el comportamiento de la policía. Casi nunca entran a pie, como quien da una vuelta para que el caos no se desborde. No. Entran con sus autos, chalecos antibalas, botas altas, como si en vez de tratar con adolescentes, fueran a la guerra antiterrorista tan de moda gracias al también elegante en su insensibilidad, presidente Calderón.
La glorieta entonces, se transforma en escenario del desencuentro, donde el personaje fuerza, pone la nota inarmónica, rompe el color y el equilibrio.
De lunes a viernes, los empleados le dan otra tonalidad… Trajes lustrosos por el uso, caras de cansancio por la tarde, de apuro y ansiedad por las mañanas. Ellos pasan sin ver, sin sentir, agarrados a su teléfono celular con una oreja y con el ipod con la otra. Viviendo una realidad alterna, una dimensión desesperada que de alguna manera trata de mantenerse en los límites de la normalidad impuesta por los elegantes. No son los elegantes, pero tampoco son los habitantes de la glorieta… Pero ella generosa, les da paso, les deja ser; el metro o el metrobús los entregan o los tragan, según sea la tarde o la mañana y no dejan huella.
El cielo se ve desde sus explanadas, mezclado, corrompido por las luces excesivas de los carteles de publicidad gigantes, que no cesan en su lucha por llevar a todos por el mismo camino.
La glorieta, en fin, es un mundo pequeño, redondo, como todos los mundos y como ellos, sujeta a ciclos, a fertilidades y sequías sutiles.
El Iching, el libro de los cambios, podría haberse escrito aquí. El tango podría haber nacido en un lugar como éste. Y por supuesto, me imagino a un jovencísimo Alex Lora, inspirándose aquí mismo cuando se dio cuenta de que el rock, podría ser como la glorieta un producto nacional.
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