viernes, 25 de julio de 2014

Metro (2).

Tenía que encontrarme con mi hijo Agustín, en la estación Viveros, que casualmente ahora se llama  también Derechos Humanos, un martes a las 10 de la mañana. Llegué unos minutos antes y me puse a recorrer el andén de punta a punta, despacio, como para no subirme y hacerlo en los Viveros y desaparecer de la tediosa obligación de acompañara a Agus, a la oficina de migraciones en Polanco, que era nuestro destino de ese día. La oficina de Migraciones amerita una entrada propia en este blog y los Viveros de Coyoacán otra aún más extensa. 
Pero ahí estaba, en el andén, obedeciendo mi destino, cuando me doy cuenta de dos cosas. Primero que había pasado media hora desde mi llegada y segundo, que tenía una cámara apuntándome, justo al llegar al final, antes de la entrada al túnel. La miré de frente, di la vuelta y lista para salir de allí, me dirigí a la salida. Y entonces observé que venían dos policías hacia mí y supe, que me tocaba.
Como estaba enojada con Agustín, por el tiempo de espera, pude descargarme con el poli que amablemente me preguntó mi nombre a lo que contesté que para qué quería saberlo. Dijo que hacía mucho que estaba en la estación y como "habían tenido problemas" cuya naturaleza no especificó, se veía en la obligación de preguntarme que hacía allí. Le contesté que en vez de molestar a una mujer que esperaba a su hijo, debían fijarse en los vendedores que subían impunemente al tren, cuando se supone que está prohibido. Pobres vendedores, que no tenían nada que ver en el asunto, pero yo necesitaba renegar. 
Y en eso, me acordé de mi buena amiga  Mónica, que decía que yo podía hacer muchas cosas, porque era extranjera. Y sí, tenía razón. Me pregunto si a una buena señora mexicana en mi situación, la hubieran tratado con tanta consideración y respeto mientras los regañaba, como si los policías fueran su hijo demorado. 
Me pidieron mis documentos y yo muy orgullosa en el fondo, saque mi tarjetita con la recién estrenada residencia permanente, que por sí sola no hizo el milagro de quitarme el acento y como me había negado a decirles mi nombre, el de mayor grado, dijo: Silvia; y yo lo miré como si estuviera insultándome, lista a largar otra serie de inconveniencias, cuando decidió que ya era suficiente, se despidió y se fue. 
Y ahí me quedé, sin saber cuál era mi falta, cuál era el riesgo en el que yo ponía al Transporte Colectivo Metro, si su partida significaba que podía suicidarme, meterme en el túnel, sacar una lata de pintura y grafitear las paredes... por más que pensaba, quizá porque no había desayunado, no sabía que más hacer. Así que seguí tercamente dando mis peligrosas y subversivas vueltas por el andén, observando a la gente, a los ratoncitos, a las cucarachas y ahora sí con mucho cuidado de no volver a mirar la cámara.


No hay comentarios:

Publicar un comentario